Recogiendo la visa a Nueva Zelandia en Santiago de Chile

El vuelo a Santiago estuvo bastante tranquilo. Un par de momentos de turbulencia justo en medio de los dos únicos instantes de sueño que logré tener, pero de resto nada memorable. En el web checking logré un buen lugar y fue mejor aún cuando cerraron las puertas y nadie se sentó a mi lado, una alegría sólo superada por escuchar muy a lo lejos (¡a lo lejos!) el llanto de un bebé.
El vuelo de 5 horas llegó mucho antes al destino. El aeropuerto de Santiago me pareció tan limpio y transparente como la primera vez que vine hace 9 años. Decidí no cambiar dinero en el puesto de llegada de los vuelos internacionales (por aquello que siempre dicen sobre la pésima tasa de cambio), para minutos después descubrir que sólo había una opción de la misma empresa en la zona de salidas, por supuesto con la misma tasa (1 dólar = 450 pesos chilenos + 1.5 dólares de comisión, tasa fija).
De antemano, en mi afán por hacer lo más económico posible las 36 horas que voy a estar en la ciudad, ya había averiguado que el servicio de bus operaba desde las 6 AM y que costaba $2,500 ida y regreso. Sin que fueran aún las 4:30 de la mañana, ubiqué la oficina de la empresa transportadora y me fui a recorrer el aeropuerto.
Es extraño este lugar en el que se encuentran tantas vidas que oscilan entre momentos trascendentales e irrelevantes, pero siempre en movimiento, de un pasado a un futuro en el que el presente llamado aeropuerto sólo es un paso necesario para ir del uno al otro.
Cerca a mí, un niño pequeño le niega a su abuela un beso. Ella le dice que ya no lo llevará en el avión y él hace un gesto de “a mí que me importa”. A mí realmente no me importa pero aún así me distraigo de mi misión de encontrar una conexión wi-fi abierta para prestarle atención a la escena. La madre se lleva al niño, al baño o a comer, y cuando apenas ha caminado 20 pasos regresa a toda carrera y le dice a la abuela “disculpas” y le da un beso. Para la abuela debe haber valido toda una vida el poder llegar a este momento, para el niño, 20 pasos después, probablemente ya no significó nada.
Recorro el aeropuerto de extremo a extremo. Quiero comprar millones de cosas en uno de los almacenes, pero mi sentido calculador siempre me detiene: ¿Sí lo necesitas? ¿Acaso no tienes uno similar ya? ¿Será más barato en otra parte? (a estas alturas ya soy medianamente hábil con la tabla del 4,111 que me permite convertir pesos chilenos en colombianos). Pregunto a qué horas abren y me responden que nunca cierran, así es que me voy con una lista mental de precios y la decisión de comprar millones de cosas cuando regrese al aeropuerto si es que no encuentro mejores opciones en la ciudad.
Me compro un yogurth (que me sabe más a crema de leche que a frutilla) y ya siendo las 6:10 camino hasta la oficina de la empresa de buses sólo para descubrir que en realidad el horario comienza a las 8:00 AM. Primer plan: fallido. Contrato entonces un transfer (un servicio colectivo por zonas, hasta el centro $5,500).
El transfer es fantástico, y me parece que al fin podré dormir un poco. Hay dos pasajeros más y unos diez minutos después vamos hacia mi hotel. Lo siguiente que recuerdo es al conductor anunciando “damita (esa soy yo) ya llegamos al Ibis estación central”. Me deja unos pasos adelante y camino hasta el hotel. Son casi las 7 AM pero la embajada sólo abre hasta las 9. No tienen “early checking” así es que pido el desayuno, me tomo dos cafés y hago que esto dure por lo menos una hora. “Baño de gato”, cambio de ropa y unos pocos minutos de internet para reportarme bien a casa.
Camino hasta la estación de metro (Universidad de Santiago) y tomo el tren en dirección Dominicos. Después de 15 estaciones y más o menos 20 minutos en los que estuve pensando en que el transporte público tal vez le regale a la gente sus momentos más privados (¿Qué reflexiones sucumben a la chica con guantes de lana rosa? -o viceversa-) me bajo en la Estación El Golf y camino hacia la Embajada. Ya traía mi mapa marcado pero sólo lo miro con disimulo cuando no hay nadie cerca o lo abro pequeñito dentro de mi bolso.
Unas cinco cuadras y llego a Isidora Goyenecha 3000, piso 12.
Marcia me recibe amablemente, pero ella no puede autorizarme la visa para hoy mismo. Ruego, suplico, por poco inicio una huelga de hambre, hasta que la chica accede a interceder por mí ante los “oficiales”. Deslizo la tarjeta de mi hotel (del cual ya he usado el internet, el baño, el conserje y el restaurante sin registrarme aún) para que me dejen algún mensaje.
Decido caminar hasta Parque Arauco para buscar internet gratis, pero el mapa que me dieron en el hotel es muy poco detallado y lo que parecía cercano se convirtió en casi 40 minutos. Aprendí que el otoño no es la mejor época para espíritus paranoicos como el mío, cada hoja cayendo detrás de mis pasos me da taquicardia. Robo internet en el McDonalds y ya tengo noticias de la embajada diciendo que sí me ayudarán y que puedo pasar por la visa después de las 3 pm (así es que el baño queda postergado por ahora).
El centro comercial es prácticamente cualquier otro centro comercial que uno haya conocido. Pero “Lush – Fresh handmade cosmetics” me hace alucinar. Los jabones que provocan comérselos, los champús en barra, los aceites para rejuvenecer el espíritu o hacer de ti el alma de la fiesta, ¡quisiera empacármelos todos! Pero el viaje es prioridad y tendría que gastarme una pequeña fortuna en estos placeres. Compró un regalo para el cumpleaños de mi hermana y ya son las 12 del medio día. Me quedan por lo menos 2 horas antes de ir a la embajada.
Decido comer sushi en la zona de comidas, solamente porque el salmón chileno debe ser más fresco que el colombiano. El chico que está delante de mí en la fila es profundamente extraño, se mueve todo el tiempo como si le estorbara el cuerpo y luego de los 5 minutos que duró la fila, llega a la caja sin saber qué va a ordenar. La cajera me mira y hace un gesto tipo ¡Por dios! El cual apoyo completamente. Luego, mientras hago mi pedido, pregunta qué compré en Lush, le digo que un obsequio para mi hermana, me dice que compró un champú en barra que le recomendó su hermana, hasta abre su paquete y me lo deja oler y casi somos mejores amigas.
Doy un par de vueltas por el centro comercial y analizo la verdadera mejor ruta para volver a la embajada. En esta zona hay casas enormes y hermosas. Muchas tienen placas del estilo “Residencia del embajador de” y descubro que realmente había un mejor camino que el que tomé en la mañana, esta vez me tardo 30 minutos.
Llego a la embajada 20 minutos antes y a pesar de que temo quedarme dormida, me siento a esperar para llegar puntualmente. Al otro lado de la calle, una pareja de músicos toca canciones populares afuera de los restaurantes, casi todos de comida italiana.
Un señor que pasa por ahí me pregunta una dirección y me siento feliz de pasar desapercibida. Obviamente, tengo una chaqueta North Face al igual que uno de cada tres chilenos.
Subo a la embajada en el piso 12 y ya tienen mis documentos. Doy las gracias por lo menos 40 veces, reviso que todo esté bien y salgo de allí feliz por la misión cumplida.


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